Una oscura tarde de 1944, una mujer embarazada y su esposo viajaban a bordo de una avioneta Cessna, esperando arribar al poblado más cercano en el cual había un médico que pudiera atender el parto, ya que este se había complicado y la partera les había dicho que de no ser atendida no solo el bebé moriría, probablemente también la madre.
El hombre en la cabina de aquel Cessna era un joven piloto que no hacía mucho tiempo se había graduado en el aeropuerto de la Ciudad de México. Era originario de un pequeño poblado perdido en la sierra hidalguense llamado Tianguistengo. Llegó a la Ciudad de México siendo muy joven, cuando su madre y hermanos salieron de Hidalgo después de que su padre fuera asesinado y su casa incendiada. Su madre logró salir y salvar a sus hijos.
La avioneta sobrevolaba Michoacán en una tarde particularmente nublada. Aún lejos de su destino, los motores de la avioneta fallaron y un sutil sonido le indicó al piloto que se encontraba volando a bordo de una avioneta sin motores. En ese momento habían dos opciones. Caer en pánico o mantener la calma y hacer lo posible por sobrevivir.
Sin decirle nada a sus tripulantes continuó el vuelo planeando por kilómetros hasta divisar su destino. Había llegado al poblado, pero las condiciones meteorológicas no le permitirían hacer las maniobras necesarias para aterrizar en la pista del pueblo. Fue entonces que les dijo a sus tripulantes que tendrían que hacer un aterrizaje forzoso un poco antes de llegar al pueblo.
Las pistas de aterrizaje de un portaaviones convencional miden por lo menos 200 metros. Debido a la pequeña longitud de la pista, los aviones utilizan cables de frenado.
Sobra decir que en aquella zona no había ninguna pista de 200 metros. El piloto fue descendiendo lentamente, tratando de encontrar la forma de sobrevivir.
El Cessna volaba ya a unos cuantos cientos de metros del suelo cuando el piloto alcanzó a divisar a lo lejos una pequeña milpa de maiz. La única superficie plana, aún cuando estaba marcada por los surcos del arado. El piloto se aproximó lentamente a aquella milpa, calculando milimétricamente cada movimiento del timón. Llegado el momento, la avioneta tocó tierra exactamente en el lugar exacto para aprovechar al máximo la longitud de aquella milpa, que no sobrepasaba los 75 metros. Antes de que terminara la milpa, el Cessna se detuvo. El piloto había logrado aterrizar un avión en una superficie irregular de una longitud menor a la mitad de la pista más pequeña de un portaaviones.
Rápidamente llegó la gente del lugar y el piloto dio la orden de que se llevaran inmediatamente a la mujer, quien al llegar al pueblo dio a luz, atendida por el médico local. La gente le ofreció al piloto llevarlo al pueblo, ya que caia un aguacero torrencial. El se negó y soolo pidió un caballo prestado para llegar por su cuenta.
Mientras cabalgaba hacia el pueblo, empapado hasta los huesos por aquela lluvia torrencial, el piloto cantaba, embriagado de felicidad. Aquella tarde, según diría después, fue la tarde en que supo que era un piloto.
Poco tiempo después, el piloto se casó con la mujer más bella de un poblado enclavado en la huasteca hidalguense, con quien tuvo 3 hijas y un hijo.
Su segunda hija heredó su pasión por los libros y por el conocimiento. Y años después, le heredaría esa misma pasión a su primer hijo.
Su primogénito soy yo. El piloto es mi abuelo, Alfonso Escudero López, y su segunda hija es mi madre, Lorena. Los dos son las personas que más han marcado mi vida.
Desde muy pequeño, mi abuelo venía a la Ciudad y me llevaba al aeropuerto a ver despegar los aviones y los hangares en donde estaban los helícopteros. Fue la primera persona que me contó sobre el sitio de Stalingrado, sobre la conquista de México, la batalla de Midway el ataque a Pearl Harbor, el asedio romano en la fortaleza de Masada y un millón de historias más. Yo escuchaba maravillado aquellas historias y heredé a su vez su pasión por leer y contar historias.
Fue en el cuarto de mi abuelo que ví por primera vez un video en el cual Andrés Segovia tocaba una pieza de guitarra española que me causó tal impacto que me llevó a comprar mi primera guitarra. Fue tambien la persona que me dijo que aquella pieza se llamaba "Asturias" y que su autor era Isaac Albéniz.
3 años después de comprar mi primera guitarra, pasé 6 meses aprendiendo nota por nota aquella pieza. Solo par estar listo. Llegó la navidad y fuimos a casa de mis auelos, como todos los años. Yo llevé mi guitarra. Subí al cuarto de arriba mientras todos se encontraban en la sala, y tímidamente comencé a tocar las primeras notas de "Asturias". Recuerdo que tras unos segundos mi abuelo pidió silencio hasta que lo único que se escuchaba en la casa era mi guitarra. Nervioso, logré terminar hasta la última nota los 6 minutos y medio de "Asturias". Al tocar la última nota mi abuelo aplaudió, subió y me felicitó.
Lo que el no sabe es que esa fue una de las tantas formas en las que he intentado agradecerle todo lo que me enseñó. Nunca sabrá hasta que punto su vida, su ejemplo, sus historias y sus enseñanzas moldearon la persona que soy.
Alejandro Angeles Escudero
14 de Diciembre, 2011.
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